Desde que tenemos memoria, el ser humano ha anhelado volver a un lugar donde reine la calma absoluta. Ese espacio seguro, tibio y silencioso que conocimos en el vientre materno parece ser la definición más pura de paz. Allí no había preocupaciones, no existía el miedo ni la angustia del mañana; era simplemente el universo resguardándonos en la forma más tierna y cercana posible: el abrazo de nuestra madre desde adentro.

Pero nacer no fue un error ni una expulsión, fue el inicio de nuestra misión. Hemos venido al mundo no para refugiarnos, sino para testificar algo mucho más grande: el poder creador de Dios manifestado a través de las madres. Cada vida que surge es una declaración vibrante de que el Creador sigue activo, diseñando realidades y depositando esperanza en el futuro.
Miremos alrededor: cada persona que camina por las calles, cada niño que ríe, cada anciano que comparte su sabiduría, todos son prueba tangible de este misterio sagrado. No se trata solo de un proceso biológico, sino de un acto espiritual donde la divinidad se disfraza de maternidad. El vientre materno no es únicamente un órgano, es el templo donde lo infinito se convierte en carne.
¿Quién no ha sentido, en momentos de dificultad, ese deseo de volver atrás, de refugiarse en el calor y la seguridad absoluta? Y sin embargo, aquí estamos, respirando y caminando, porque la vida no se trata de huir de los desafíos, sino de demostrarnos capaces de transformarlos. Si Dios confía tanto en la capacidad creadora de las madres, ¿cómo no confiar en que también nosotros tenemos una chispa creadora dentro?
Hoy más que nunca necesitamos recordar este origen. En un mundo que a veces parece lleno de caos y ruido, cada nacimiento es una confirmación de que la luz no se ha apagado. Ser conscientes de esto nos invita a cuidar más, a valorar la vida que se nos dio y a honrar a quienes fueron el canal para traerla: nuestras madres.
No dejemos que este recordatorio se diluya en la rutina. La urgencia está en reconocer que el milagro de existir no se repite dos veces. No hay ensayo ni segunda oportunidad: este es el escenario donde demostramos que la vida, con todo y sus retos, vale la pena ser vivida.
Porque aunque una parte de nosotros siempre desee regresar a esa paz perfecta, la verdad es que ya la llevamos dentro. Nuestra tarea es expandirla al mundo, con nuestras acciones, con nuestro amor y con la certeza de que cada día estamos aquí para ser la evidencia viva del poder creador de Dios.




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