Ok, vamos a hablar de algo incómodo. Algo que nos enseñaron desde pequeños pero que, siendo honestos, nos tiene atorados emocionalmente. ¿Cuántas veces te dijeron “no llores” cuando eras niño? O la clásica: “Tú eres fuerte, no te dejes vencer por las emociones”. Y ahí estábamos, tragándonos el llanto porque, claro, ¿qué iba a pensar la abuelita o el maestro?
Pero, ¿sabes qué? Hoy quiero decirte algo diferente: está bien llorar. Es más, no solo está bien; es necesario. Quiero que veas a tu dolor como ese amigo incómodo que te dice verdades en la cara y que, aunque no siempre quieres escuchar, está ahí para ayudarte a crecer. Porque sí, abrazar tu dolor es abrazarte a ti mismo. Y eso, amigo, es un acto de valentía brutal.
La trampa de ser “fuerte”
Aguantar el dolor no te hace más fuerte; solo te hace más cerrado. Piensa en todas esas emociones que reprimiste porque “no era el momento” o porque alguien te convenció de que mostrar vulnerabilidad era debilidad. Te entiendo, yo también he estado ahí. Pero déjame decirte esto: todo lo que guardas, te guarda a ti.
Es como si fueras una olla de presión, acumulando emociones hasta que, un día, explotas. Y cuando eso pasa, no solo duele, sino que también asusta. Pero, ¿y si te dieras permiso de abrir esa olla poco a poco, antes de que explote?
El arte (y el placer) de desahogarte
¿Has probado alguna vez llorar a propósito? Parece raro, lo sé, pero escúchame. Cuando las emociones están ahí, queriendo salir, pero tú las reprimes, estás rechazando una parte de ti. Llorar es liberar. Es un reseteo para el alma.
Te propongo un ejercicio sencillo pero poderoso:
1. Busca una película que te haga llorar (sí, esa que te rompe cada vez que la ves).
2. Compra un helado, un buen paquete de pañuelos y apaga el teléfono.
3. Dale play, siente todo lo que tengas que sentir y déjate llevar.
¿Lo mejor? Esto no es solo una manera de liberar emociones; también es un recordatorio de que estás vivo. Porque si algo queda claro después de llorar con todo el corazón, es que sigues aquí, luchando, creciendo.
¿Qué ganas al abrazar tu dolor?
Primero, te ganas a ti mismo. Suena cursi, pero piensa en esto: cada lágrima que derramas es un paso hacia entenderte mejor. Es como si al llorar estuvieras limpiando un vidrio sucio, y de repente puedes ver más claro quién eres y lo que necesitas.
Segundo, ganas paz. ¿Sabes lo liberador que es dejar de luchar contra lo que sientes? Es como soltar una mochila llena de piedras después de cargarla por años.
Pero también hay algo que puedes perder: la culpa. Esa vocecita que te dice que “no deberías sentirte así” o que “debes ser más fuerte”. ¿Y sabes qué? Esa voz no tiene razón. Nadie más que tú tiene derecho a decidir cómo sientes o cuánto tiempo necesitas para sanar.
Esto no es el final, es un comienzo
Abrazar tu dolor no significa quedarte ahí para siempre. No es rendirte ni conformarte. Es un acto de amor propio que te permite avanzar más ligero, más libre. Porque al final del día, lo que no abrazas te sigue persiguiendo, pero lo que enfrentas se convierte en tu fortaleza.
Así que, ¿qué tal si hoy te das permiso? No para “superarlo” de inmediato, sino para sentirlo, reconocerlo y, sí, hasta llorarlo. Porque cada lágrima que derramas no es una muestra de debilidad; es un recordatorio de tu humanidad. Y eso, amigo, es un superpoder.
Abraza tu dolor, y verás cómo, poco a poco, ese dolor empieza a abrazarte a ti.




Deja un comentario